Al caer la tarde del
2 de febrero el funeral del lago partió desde la entrada de la playa municipal
de Areguá, un grupo reducido de personas lo acompañaba con pasos lentos. La
fetidez dominaba el ambiente, que se hacía más pesado ante el acoso de los mosquitos
y otros insectos. La procesión avanzaba, con velas en mano, pancartas,
tapabocas y un luto imponente.
A lo largo de la Avenida del Lago
iban quedando marcadas las pisadas, el sudor de cada uno y el dolor. Al pasar
la antigua estación ya la oscuridad era total, el sonido de un saxofón
desangraba en la penumbra y acompañaba un llanto anónimo que se dejaba percibir
por lo bajo.
«Una noche tibia nos conocimos»
cantaban al unísono.Al frente ya se notaba la cúpula de la Iglesia de la
Candelaria. «Junto al lago azul de Ypacaraí» proseguían y era imposible no
notar el pesar con el que pronunciaban esta frase. El lago estaba verde,
muerto, sin una gota de vida.
Ilustración: Fabio Biscotti |
Cientos de personas participaban de
los festejos patronales en la plazoleta de la Iglesia. Los pobladores miraban
desconcertados al cortejo fúnebre. «¡Macanada lo que hacen! ¿Por qué no se van
a limpiar el lago mba’e?», decía una señora que atendía un puesto de asaditos.
El funeral llegó frente al
escenario principal, donde depositaron el féretro y lo rodearon agachando la
cabeza.
Varios minutos pasaron, la
incomodidad era notoria. Luego la música se detuvo, los juegos pararon e
incluso los niños se acercaron. La multitud se congregó alrededor del cajón y
lo contempló en silencio.
Algo cambió en el ambiente, el
rostro de los pobladores se notaba unánime, el dolor brotaba desde las raíces.
—Este muerto es nuestro muerto
–dijo alguien con voz afligida- porque nosotros dejamos que se muera.
Entonces la guarania prosiguió.
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Publicado en "Okápe. Vivir los espacios públicos". Relatos ciudadanos del Departamento Central. Año 2014
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