lunes, 5 de abril de 2010

Viva la vida, la muerte y todos sus amigos (El fin de Mr. London)

Esa mañana —al igual que hoy— desperté más tarde de lo acostumbrado. Me dolía todo el cuerpo, estaba realmente cansado, no había podido cerrar un ojo en toda la madrugada hasta bien entrada la mañana. Me distraje armando todos los posibles desenlaces a esta historia, pensando las palabras exactas que diría; la ansiedad me consumía.

El revólver calibre .38 lo compré a un policía por un precio mucho menor al de su valor real. Si bien nunca había disparado un arma, confiaba que el odio me iría a manejar en el momento determinado y haría las cosas correctamente.Como él mismo decía: «En la selva rigen las leyes de la selva». Era por eso que había decidido matarlo.

"Le maitre d'ecole" de René Magritte
Había notado en su mirada una enemistad hacia todo, incluso hacía mí que fui su único amigo en los últimos meses.

Antes de todo, él había sido una buena persona. Recuerdo aquellos buenos primeros tiempos, era un hombre feliz. Pero con el paso de los años fue desgastándose, volviéndose intolerable, cayendo cada vez más en profundas contradicciones, sin duda no era fácil ser él; los años no habían pasado en vano, lo habían sobrepasado. Se había convertido en un paranoico, estaba convencido de que todos le seguían para matarlo o para quién sabe qué. Yo lo notaba nervioso cada vez que salía, hacía lo posible por ocultar su rostro, por pasar desapercibido. Algo que hizo o dejó de hacer lo tenía intranquilo.

Cuando le pregunté acerca de eso, perdió el control y hasta amenazó con matarme. Sí, él que siempre defendía la amistad y la paz en el mundo. Finalmente ese incidente no pasó a mayores, pero marcó un antecedente que quedaría hasta el final.

Entonces, la misma noche en que la luna menguaba e incitaba hacerlo, decidí tomar el arma e ir a buscarlo.

Caminé lento y seguro hasta la puerta de la habitación donde supuse estaría, saqué la copia de la llave que él mismo me había entregado por alguna emergencia —y ésta era una emergencia, mi vida estaba en juego— y al meter la llave noté que la puerta no estaba cerrada, me pareció extraño ya que era un barrio inseguro y nunca la dejaría abierta estando dentro o fuera.

Ingresé sigilosamente, con más duda que valor, encendí las luces.

Él estaba ahí, sentado en la misma silla de siempre, frente a su escritorio, con la cabeza agachada, inmóvil, ya sin vida.

De sangre estaba manchada toda la habitación, de una sangre oscura.

Algo sonaba en el equipo de sonido a un volumen casi inaudible. No había nadie en ese lugar más que nosotros dos. Sentí pena por él, sentí pena por no haberme despedido como quería. Había muerto sin que escuchara las palabras que tenía pensado decirle.

"Eye" de M. C. Escher
Llamé a la policía desde su propio teléfono, tomé recaudos de no dejar huellas en nada, como él me había enseñado. Saqué del equipo de sonido el disco de Bellini —el compositor italiano, no el pintor ni mucho menos la bebida— que yo le había prestado y que estuvo sonando por al menos una hora en el equipo, dándole un ambiente trágico a todo. Agarré algunos discos y libros míos y robé aquellos que siempre quise en mi colección, aquellos que me despertaban una insana envidia desde que los vi.

Huí.

Corrí hasta mi casa cuando faltaban unos minutos para la medianoche.

Pasaron las horas y por un tiempo olvidé este suceso. No supe nada más, no apareció en los periódicos ni fue noticia, poco importaba la muerte de un anónimo.

Esta mañana —al igual que aquella—desperté más tarde de lo acostumbrado. Me dolía todo el cuerpo, estaba realmente cansado, no había podido cerrar un ojo en toda la madrugada hasta bien entrada la mañana.

Es que no estoy tranquilo, no podré estarlo hasta que esto se aclare. Algunos dicen que hace unos miles de años alguien pudo resucitar de entre los muertos al tercer día de su muerte; así es que nadie puede asegurarme que él no vaya a regresar, ya sea en tres días, en tres años o en tres largas vidas.