Ahora él toma la pelota con la mano. Los gritos de festejo se van disolviendo y se vuelven tensión. Su mirada fría, no puede ocultar su miedo, el sudor le recorre la frente, traga saliva, la respiración se le entrecorta. La resaca fatal aún sigue golpeándome la cabeza, quizá también él sienta esta resaca, quizá también él quiera no estar ahí en ese momento.
La presión está sobre él, todos aguardan que
de su pierna zurda nazca un cañonazo que perfore la red y nos haga estallar de
alegría. El jugador está a punto de marcar definitivamente el curso de su
historia personal y el de la selección de su país. Años más tarde todos
recordarán este momento y lo revivirán una y otra vez. Y todos se acordarán de
él.
Es curioso porque la gente tiene flaca la
memoria para otros acontecimientos históricos y tiende a votar siempre a los
mismos. Pero en el fútbol ocurre todo lo contrario. Vaya uno a saber por qué,
pero háblele de Roberto Baggio a algún italiano. Pocos lo recordarán por el
talentoso jugador que fue, algunos pensarán “fue el mejor jugador italiano de
los últimos tiempos” pero no se animará a exteriorizarlo, otros -no más de
diez- quizá lo recuerden por los dos goles convertidos en la semifinal ante
Bulgaria en el 94; pero eso sí, la mayoría -por no decir todos- lo recordará
por ese penal malogrado ante Brasil en la final del Mundial de Estados Unidos,
eso que ni siquiera los años y el campeonato mundial del 2006 pudieron borrar
de la memoria colectiva.
La noche anterior al partido, luego de beber
algunas botellas en los alrededores de la facultad, no sé por qué razón terminé
con dos amigos en uno de esos pocos locales nocturnos que sobrevivían en la
avenida Brasilia.
El clima era de euforia en toda la ciudad, era
la víspera de ese partido histórico. Paraguay estaba entre los ocho mejores del
mundo: para un país pequeño, enfermo por el fútbol, eso era la gloria. En ese
momento, eso no importaba para nosotros, habíamos ido con la intención de
encontrar una mujer con quien terminar la noche, jugábamos nuestro partido
aparte.
La avenida Brasilia había sido el centro de la
movida nocturna en Asunción de mediados de los 90. Yo no viví esa época, sin
embargo lo cuento como si lo supiera, sabiendo que no lo sé, pero lo cuento
para que luego no digan que solo hablo de fútbol.
Con los años la avenida fue perdiendo su
esplendor, principalmente luego de las malas gestiones de políticos poco
inteligentes que impusieron edictos limitando el horario de apertura de los
locales y en consecuencia estos fueron desapareciendo de la zona.
Lo cierto es que esa noche entramos con la
actitud certera de alguien que sabe a lo que va, que huele el ambiente y camina
decidido. Yo fui directo a la barra, pedí una cerveza y al mirar a un costado
me percaté de que había perdido a mis amigos.
Mi mareo era tal que no podía permanecer mucho
tiempo parado. Di unos pasos en dirección a unos sofás y me senté, me limité a recostar
mi cabeza en la pared e intenté administrar mi mareo y contabilizar
absurdamente la cantidad de botellas, latas y vasos bebidos hasta ese momento.
Al levantar la vista pude divisar a mis amigos
en la otra punta. Habían encarado a una morena voluptuosa y lograban mantener
conversación con ella. Desde lejos me hicieron un gesto y se acercaron a la
pista de baile. Yo no respondí o creí responder balbuceos inentendibles hasta
para mí.
Me presentaron a la morena, quien de un
estirón me acercó a ella instándome a moverme a su ritmo. Me preguntó mi
nombre, a lo que entre balbuceos respondí. Traté de mantenerme en pie y evitar
caer al piso. Me agarró de la mano con fuerza y yo quizá por sorpresa perdí el
equilibrio y me balanceé hacia ella, quien me sostuvo por un segundo, un solo
segundo y me apartó dándome un empujón.
Yo sonreí y me alejé, sin decir una palabra. Volví
a los sofás y me senté. No sé cuánto tiempo pasó, calculo que media hora, hasta
que por fin atravesamos el local buscando la salida, la morena voluptuosa iba
delante con uno de ellos conversando por lo bajo, el otro iba a mi lado,
sosteniéndome de vez en cuando. Llegamos al auto, la morena subió al asiento
del acompañante y yo en la parte de atrás, prácticamente inconsciente. Desde
ahí y en los próximos minutos no recuerdo nada en absoluto. Me despertaron
luego los gritos de la mujer, quien discutía con mis amigos sobre el precio de
no sé qué cosa, hasta que el auto frenó de golpe y ella se bajó abruptamente.
La mañana siguiente desperté cuando ya estaba
consumada la goleada de Alemania contra la selección de Argentina. La resaca
fatal hizo que desistiera de mis intenciones de levantarme.
Luego de unos minutos de escuchar voces en la
sala caí en cuenta de que habíamos quedado en que el grupo de estudio de los
sábados se adelantaría a la mañana, estudiaríamos y esperaríamos la hora del
partido. La resaca seguía siendo fatal a esas horas, no había comido nada, me
ofrecieron unas empanadas, que rechacé casi por instinto, ya después de que el
olor penetrara mis sentidos todavía frágiles y me remitiera a esa madrugada y a
los litros y litros de alcohol que había vomitado. Nunca más, diría luego, por
tercera vez en el mes.
Entonces, el penal. Un penal en un partido de
fútbol es algo así como el tiro frente al paredón, tanto para el que patea la
pelota como para el que intenta atajarla. El penal es un juego mental, pesa
tanto lo psicológico como lo físico. Juegan los movimientos del cuerpo, las miradas,
la tranquilidad y la confianza. Un penal es como estar a doce pasos de la mujer
que querés y correr y jugarte la vida en esa acción. Un penal en un partido de
Copa del Mundo es la mano que te da el destino para cambiar la historia.
La Albirroja llegaba a ese Mundial con una
baja determinante, la de Salvador Cabañas, quien había sido baleado en la
cabeza por unos narcos en un bar de la ciudad de México seis meses antes del
inicio del campeonato. El Chava o el Mariscal, como lo conocían, era el más
talentoso y el goleador del equipo, el futbolista más cercano a la órbita de
Maradona que pudo haber tenido Paraguay.
En la fase de grupos nos había tocado debutar
ante el último campeón del mundo, Italia, con la que empatamos. Luego de pasar
por Eslovaquia y Nueva Zelanda y clasificar primeros en el grupo, en octavos de
final nos veíamos las caras ante una de las revelaciones del campeonato: Japón.
Precisos como maquinitas, rápidos, fríos en la estrategia, exactos en cada
jugada preparada. El partido fue cerrado, aburrido por momentos, no hubo goles
y tuvo que definirse en tanda de penales. Recuerdo perfectamente ese momento,
el nerviosismo y las lágrimas de emoción al final.
Y ahora estábamos ahí, en cuartos de final del
Copa del Mundo. Nos tocaba enfrentar a España, último campeón de la Eurocopa y
favorita al título. El partido transcurrió con ocasiones para ambos equipos.
Paraguay empezó muy bien, presionando en todo momento y no dejando espacios,
luego fue disminuyendo de intensidad con el desgaste.
De repente, el sonido del silbato nos paraliza. El árbitro guatemalteco señala el punto penal. Un cúmulo de alegría estalla en nosotros ante esa oportunidad. Penal para Paraguay. De repente, afloran los nervios.
Ahora él toma la pelota con la mano. Los gritos de festejo se van disolviendo y se vuelven tensión. Su mirada fría, no puede ocultar su miedo, el sudor le recorre la frente, traga saliva, la respiración se le entrecorta. La resaca fatal aún sigue golpeándome la cabeza, quizá también él sienta esta resaca, quizá también él quiera no estar ahí en ese momento.
El jugador se prepara desde los doce pasos, coloca el esférico en el punto penal. Su mirada no refleja seguridad. Una gota de sudor brilla y recorre su nariz, lo que lo incomoda pero evita sin embargo pensar en ello. Mira la pelota fijamente, mira de reojo al árbitro y hace el esfuerzo de no mirar al arquero ni a la portería. Sin embargo no lo consigue y antes de tomar carrera posa su vista una milésima de segundo en el lugar donde decide patear.
El árbitro pita. El espigado número 7 se
siente aturdido, el sonido de las vuvuzelas se le hace parecido a un ataque de
moscardones, cree estar en una pesadilla, donde estos insectos sobrevuelan y
le impiden patear y cuando lo hace la pelota es detenida por estos y así una y otra
vez hasta que hace un movimiento brusco de brazos y un sonido gutural, como
intentando espantar el enjambre. Entonces trata de despejarse. Piensa en la canción del Mundial y en las caderas de la cantante colombiana moviéndose.
Piensa en las veces que pateó una pelota, piensa en su infancia en Juan Eulogio
Estigarribia y la canchita de tierra y los flacos postes que hacen de arco. Se
acerca con trotes cortos, patea con fuerza al palo derecho, como cuando lo
hacía en su infancia, pero Iker Casillas lo intuye y lo ataja sin dar lugar a
rebotes.
Todo se hunde. Mi resaca vuelve a golpearme y
caigo al suelo desmayado. Cardozo se toma de la cara, sabe que desde ese momento ocupa
uno de los rincones más oscuros de la historia de su país. Aún no imagina que años
después, en su ciudad natal, el mote de Tacuara
pasaría a ser utilizado como insulto.