sábado, 3 de enero de 2015

Resaca fatal y el penal errado

Ahora él toma la pelota con la mano. Los gritos de festejo se van disolviendo y se vuelven tensión. Su mirada fría, no puede ocultar su miedo, el sudor le recorre la frente, traga saliva, la respiración se le entrecorta. La resaca fatal aún sigue golpeándome la cabeza, quizá también él sienta esta resaca, quizá también él quiera no estar ahí en ese momento.

La presión está sobre él, todos aguardan que de su pierna zurda nazca un cañonazo que perfore la red y nos haga estallar de alegría. El jugador está a punto de marcar definitivamente el curso de su historia personal y el de la selección de su país. Años más tarde todos recordarán este momento y lo revivirán una y otra vez. Y todos se acordarán de él.
Es curioso porque la gente tiene flaca la memoria para otros acontecimientos históricos y tiende a votar siempre a los mismos. Pero en el fútbol ocurre todo lo contrario. Vaya uno a saber por qué, pero háblele de Roberto Baggio a algún italiano. Pocos lo recordarán por el talentoso jugador que fue, algunos pensarán “fue el mejor jugador italiano de los últimos tiempos” pero no se animará a exteriorizarlo, otros -no más de diez- quizá lo recuerden por los dos goles convertidos en la semifinal ante Bulgaria en el 94; pero eso sí, la mayoría -por no decir todos- lo recordará por ese penal malogrado ante Brasil en la final del Mundial de Estados Unidos, eso que ni siquiera los años y el campeonato mundial del 2006 pudieron borrar de la memoria colectiva. 
La noche anterior al partido, luego de beber algunas botellas en los alrededores de la facultad, no sé por qué razón terminé con dos amigos en uno de esos pocos locales nocturnos que sobrevivían en la avenida Brasilia.
El clima era de euforia en toda la ciudad, era la víspera de ese partido histórico. Paraguay estaba entre los ocho mejores del mundo: para un país pequeño, enfermo por el fútbol, eso era la gloria. En ese momento, eso no importaba para nosotros, habíamos ido con la intención de encontrar una mujer con quien terminar la noche, jugábamos nuestro partido aparte.
La avenida Brasilia había sido el centro de la movida nocturna en Asunción de mediados de los 90. Yo no viví esa época, sin embargo lo cuento como si lo supiera, sabiendo que no lo sé, pero lo cuento para que luego no digan que solo hablo de fútbol.
Con los años la avenida fue perdiendo su esplendor, principalmente luego de las malas gestiones de políticos poco inteligentes que impusieron edictos limitando el horario de apertura de los locales y en consecuencia estos fueron desapareciendo de la zona.
Lo cierto es que esa noche entramos con la actitud certera de alguien que sabe a lo que va, que huele el ambiente y camina decidido. Yo fui directo a la barra, pedí una cerveza y al mirar a un costado me percaté de que había perdido a mis amigos.
Mi mareo era tal que no podía permanecer mucho tiempo parado. Di unos pasos en dirección a unos sofás y me senté, me limité a recostar mi cabeza en la pared e intenté administrar mi mareo y contabilizar absurdamente la cantidad de botellas, latas y vasos bebidos hasta ese momento.
Al levantar la vista pude divisar a mis amigos en la otra punta. Habían encarado a una morena voluptuosa y lograban mantener conversación con ella. Desde lejos me hicieron un gesto y se acercaron a la pista de baile. Yo no respondí o creí responder balbuceos inentendibles hasta para mí.
Me presentaron a la morena, quien de un estirón me acercó a ella instándome a moverme a su ritmo. Me preguntó mi nombre, a lo que entre balbuceos respondí. Traté de mantenerme en pie y evitar caer al piso. Me agarró de la mano con fuerza y yo quizá por sorpresa perdí el equilibrio y me balanceé hacia ella, quien me sostuvo por un segundo, un solo segundo y me apartó dándome un empujón.
Yo sonreí y me alejé, sin decir una palabra. Volví a los sofás y me senté. No sé cuánto tiempo pasó, calculo que media hora, hasta que por fin atravesamos el local buscando la salida, la morena voluptuosa iba delante con uno de ellos conversando por lo bajo, el otro iba a mi lado, sosteniéndome de vez en cuando. Llegamos al auto, la morena subió al asiento del acompañante y yo en la parte de atrás, prácticamente inconsciente. Desde ahí y en los próximos minutos no recuerdo nada en absoluto. Me despertaron luego los gritos de la mujer, quien discutía con mis amigos sobre el precio de no sé qué cosa, hasta que el auto frenó de golpe y ella se bajó abruptamente.
La mañana siguiente desperté cuando ya estaba consumada la goleada de Alemania contra la selección de Argentina. La resaca fatal hizo que desistiera de mis intenciones de levantarme.
Luego de unos minutos de escuchar voces en la sala caí en cuenta de que habíamos quedado en que el grupo de estudio de los sábados se adelantaría a la mañana, estudiaríamos y esperaríamos la hora del partido. La resaca seguía siendo fatal a esas horas, no había comido nada, me ofrecieron unas empanadas, que rechacé casi por instinto, ya después de que el olor penetrara mis sentidos todavía frágiles y me remitiera a esa madrugada y a los litros y litros de alcohol que había vomitado. Nunca más, diría luego, por tercera vez en el mes.
Entonces, el penal. Un penal en un partido de fútbol es algo así como el tiro frente al paredón, tanto para el que patea la pelota como para el que intenta atajarla. El penal es un juego mental, pesa tanto lo psicológico como lo físico. Juegan los movimientos del cuerpo, las miradas, la tranquilidad y la confianza. Un penal es como estar a doce pasos de la mujer que querés y correr y jugarte la vida en esa acción. Un penal en un partido de Copa del Mundo es la mano que te da el destino para cambiar la historia.
La Albirroja llegaba a ese Mundial con una baja determinante, la de Salvador Cabañas, quien había sido baleado en la cabeza por unos narcos en un bar de la ciudad de México seis meses antes del inicio del campeonato. El Chava o el Mariscal, como lo conocían, era el más talentoso y el goleador del equipo, el futbolista más cercano a la órbita de Maradona que pudo haber tenido Paraguay.
En la fase de grupos nos había tocado debutar ante el último campeón del mundo, Italia, con la que empatamos. Luego de pasar por Eslovaquia y Nueva Zelanda y clasificar primeros en el grupo, en octavos de final nos veíamos las caras ante una de las revelaciones del campeonato: Japón. Precisos como maquinitas, rápidos, fríos en la estrategia, exactos en cada jugada preparada. El partido fue cerrado, aburrido por momentos, no hubo goles y tuvo que definirse en tanda de penales. Recuerdo perfectamente ese momento, el nerviosismo y las lágrimas de emoción al final.
Y ahora estábamos ahí, en cuartos de final del Copa del Mundo. Nos tocaba enfrentar a España, último campeón de la Eurocopa y favorita al título. El partido transcurrió con ocasiones para ambos equipos. Paraguay empezó muy bien, presionando en todo momento y no dejando espacios, luego fue disminuyendo de intensidad con el desgaste.
De repente, el sonido del silbato nos paraliza. El árbitro guatemalteco señala el punto penal. Un cúmulo de alegría estalla en nosotros ante esa oportunidad. Penal para Paraguay. De repente, afloran los nervios.


Ahora él toma la pelota con la mano. Los gritos de festejo se van disolviendo y se vuelven tensión. Su mirada fría, no puede ocultar su miedo, el sudor le recorre la frente, traga saliva, la respiración se le entrecorta. La resaca fatal aún sigue golpeándome la cabeza, quizá también él sienta esta resaca, quizá también él quiera no estar ahí en ese momento.

El jugador se prepara desde los doce pasos, coloca el esférico en el punto penal. Su mirada no refleja seguridad. Una gota de sudor brilla y recorre su nariz, lo que lo incomoda pero evita sin embargo pensar en ello. Mira la pelota fijamente, mira de reojo al árbitro y hace el esfuerzo de no mirar al arquero ni a la portería. Sin embargo no lo consigue y antes de tomar carrera posa su vista una milésima de segundo en el lugar donde decide patear.

 
El árbitro pita. El espigado número 7 se siente aturdido, el sonido de las vuvuzelas se le hace parecido a un ataque de moscardones, cree estar en una pesadilla, donde estos insectos sobrevuelan y le impiden patear y cuando lo hace la pelota es detenida por estos y así una y otra vez hasta que hace un movimiento brusco de brazos y un sonido gutural, como intentando espantar el enjambre. Entonces trata de despejarse. Piensa en la canción del Mundial y en las caderas de la cantante colombiana moviéndose. Piensa en las veces que pateó una pelota, piensa en su infancia en Juan Eulogio Estigarribia y la canchita de tierra y los flacos postes que hacen de arco. Se acerca con trotes cortos, patea con fuerza al palo derecho, como cuando lo hacía en su infancia, pero Iker Casillas lo intuye y lo ataja sin dar lugar a rebotes. 
Todo se hunde. Mi resaca vuelve a golpearme y caigo al suelo desmayado. Cardozo se toma de la cara, sabe que desde ese momento ocupa uno de los rincones más oscuros de la historia de su país. Aún no imagina que años después, en su ciudad natal, el mote de Tacuara pasaría a ser utilizado como insulto.