«No es reedición, es redención.
Ponte de pie, hombre ilusión».
(Divididos
– Amapola del ’66)
Mucho tiempo
después frente al pelotón de fusilamiento yo habría de empezar a contar una historia
parecida a esta. Donde la necesidad de relatar se convierta en algo vital, y las palabras se muevan y fluyan con tanta agresividad que traigan
a la memoria, casi por arrebato, a aquel indomable perro negro de esos sueños
recurrentes.
Tal vez escribir sea eso. Quedar despierto de
madrugada mordido por ese indomable perro. Y escribir de rabia, con dolor. Pero sin temor a
nada más, nada peor podría estar por ocurrir.
De repente parece que la imaginación no tiene
límites, es cuando uno cree en la existencia de un ser omnisciente y
omnipotente, y en ese preciso momento uno cae en cuenta de que uno mismo lo es
–ya lo decía Huidobro: “El poeta es un pequeño dios”.
A veces es necesario apagar todas las luces y
redescubrir cada movimiento, cada momento. O escuchar esos acordes
que inspiran. Sentir lo indescriptible. Añorar.
Y volver a pensar que este mundo absurdo tal vez
no sea para nosotros o nosotros tal vez no seamos lo suficientemente absurdos
para este mundo.
Como si todos fueran a tener razón y a estar
equivocados a la vez. Como si esas anécdotas de la triste y recóndita
selva hayan vuelto, eso sí, un poco más resignadas y deforestadas seguramente.
Como esa sensación de volver a empezar pero sin que
nunca nada haya empezado ni terminado realmente.
Es
como dar dos pasos adelante para dar otros dos hacia atrás. Pero después de
todo respirar.
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